jueves, 24 de abril de 2008

Carta a un imbécil

Hay veces en las que encontrar las palabras para expresar un pensamiento o una idea no es fácil. Por lo que sea, no nos viene a la mente algo que queremos expresar de una determinada manera, aunque ya lo hayamos oído antes, con otras palabras. Por eso, a veces lo que leemos en un artículo de opinión puede servir para expresar esa idea. Y si viene de la pluma de un academico de la lengua, pues casi que mejor. Este es el caso que viene a continuación, en el que Arturo Pérez-Reverte expresa mejor de lo que yo lo haría en mucho tiempo lo que opino sobre ciertos imbéciles en esta sincera carta.

Querido imbécil:

No llegarás a comerte las próximas uvas, porque de aquí a un año estarás muerto. Y cuando digo muerto quiero decir muerto de verdad, criando malvas para los restos. No palmarás, te lo comunico, de forma heroica, ni útil, ni siquiera natural. Habrás fallecido estúpidamente, a ciento ochenta y en un cambio de rasante, o una curva, justo cuando pongas para ti mismo cara de duro de película y metas gas, intrépido, jaleado por música imaginaria o real, creyéndote el rey del mambo.

Lo peor del asunto, discúlpame, no será tu pellejo; que al fin y al cabo -salvo para ti mismo y algún familiar- no valdrá gran cosa al precio a que lo vas a vender. Lo malo es que te llevarás por delante, quizás, a gente que ningún interés tiene en acompañarte en el viaje: amigos incautos, la familia que vaya de vacaciones en el coche opuesto, el peatón, el camionero que trabaja para ganarse la vida. Sería más práctico y más limpio, ya puestos a eso, que acelerases hasta doscientos y te estamparas en bajorrelieve contra una pared, que es un gesto más íntimo y considerado. Pero sé que no lo harás así, porque en el tuyo no hay voluntad de hacerte pupita. Cuando llegue será de forma imprevista, y aún tendrás tiempo de poner ojos de esto no me puede ocurrir a mí antes de romperte los cuernos y quedar, como dicen los clásicos, mirando a Triana para los restos.

Llevo varios años viéndote pasar a mi lado por carreteras y autovías, abonado al carril izquierdo, dándome las luces para que te deje, en el acto, franco el paso. A veces te pegas a un palmo del parachoques trasero, confiando siempre, ante mi posible frenada, en la sólida mecánica de tu coche y en tus proverbiales reflejos y sangre fría. En la intrepidez de tu golpe de vista y en el valor helado, sereno, que tanta admiración despierta a tu alrededor y, en especial, en ti mismo. Guapo. Machote. Que eres un virtuoso.

Mira, voy a confiarte un secreto. Somos tan frágiles que te temblarían las manos si lo supieras. Todo cuanto tenemos, que parece tan sólido y tan valioso y tan definitivo, se va al carajo en un soplo, en un segundo, al menor descuido nuestro y al menor guiño del azar, la vida, la condición humana. Basta un insecto, un virus, un trocito de metal en forma de metralla o bala, una gota de agua o aceite sobre el asfalto, un estornudo, una cualquiera de esas bromas pesadas con las que el Universo se complace en pasar el rato, y tú y todo lo que tienes, y todo lo que representas, y todo lo que amas, y todo lo que fuiste, lo que eres y lo que podrías haber sido, se vala diablo y desparace para siempre sin que vuelva nunca jamás. Así nos iremos todos, claro. Pero unos se irán antes que otros. Y a ti, querido, te toca en 1994 la papeleta. Claro que a lo mejor me mato yo antes. O a lo mejor me matas tú. Pero yo sé que eso puede ocurrirme cualquier día en cualquier sitio, porque mi condición es mortal, mientras que a ti ni siquiera se te ha pasado por la cabeza.

Lamento no poder comunicarte las circunstancias exactas en que efectuarás – afortunadamente- tu último adelantamiento. Ignoro si tu nombre quedará sepultado en las estadísticas de operaciones retorno, puentes o fines de semana, o si merecerás tratamiento individual, tal vez con foto de hierros retorcidos y pies asomando bajo una manta -siempre se pierde un zapato, recuerda, no uses calcetines blancos- en las páginas de un diario o, incluso, con suerte, en un informativo de la tele. Pero las circunstancias de tu óbito me traen al fresco. Como ya sabes que no suelo cortarme en esta página, diré que ni siquiera me importas tú.

Hay quien afirma que toda vida humana es sagrada, y puede que sea cierto. Pero no resulta menos cierto que ya he visto desaparecer unas cuantas vidas, y que algunas me parecen menos sagradas que otras.

En cuanto a la tuya, y me refiero a tu vida personal e intransferible – salvo que creas en la reencarnación-, allá cada cual si quiere pagar tan caro el dudoso placer de cabalgar caballos de hojalata que devoran a su jinete. Y no vengas con eso del amor al riesgo y el vivir peligrosamente. Conozca a mucha gente que sabe perfectamente, de grado o por fuerza, lo que es el riesgo y la vida peligrosa. Gente que sí merece que derramen lágrimas por ella cuando el pican el billete, en lugar de lamentar la desaparición de fulanos como tú; de tipos incapaces de valorar la vida que poseen y que por eso la malgastan. Qué sabrás tú del riesgo, capullo. Y de la muerte. Y de la vida. Que tengas buen viaje.



Ha dicho. He dicho.

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