jueves, 15 de mayo de 2008

Artistas de rotulador grueso

Bueno, la Expo de Zaragoza está ya a la vuelta de la esquina, y las inauguraciones de puentes, pabellones y demás historias van a estar a la orden del día, aumentando conforme pasen los días hasta el 14 de junio, día en que se pone todo este tinglado en marcha. El problema está en que a la mayoría nos gustaría que se pudiera disfrutar de estas infraestructuras, ya sean pasarelas, ya sean parques, ya sean lo que sean, tal y como se estrenaron (que para algo las pagamos entre todos con nuestros impuestos, nos guste o no), y no llenas de garabatos hechos por presuntos artistillas de rotulador grueso (1 y 2). La cosa es que revisando artículos viejos de los que escribe Arturo Pérez-Reverte en “El dominical”, encontré uno del año 93, nada menos, que va que ni pintado (nunca mejor dicho), para el el fenómeno de las dichosas “firmas”.


Lo vi escrito con rotulador grueso, hace unos días, en uno de los muros de El Escorial: Manolo y Miriam estuvieron aquí el 6-8-93. Ignoro quiénes son los tales Manolo y Miriam, y por qué el hecho de que estuvieran allí y no en otro lugar merecía ser inmortalizado ensuciando estúpidamente una fachada de piedras tan venerables. Sin embargo, basta echar un vistazo alrededor para comprobar que a cantidad de personas armadas con rotulador, spray u objeto inciso-punzante, el hecho de estar en tal o cual sitio, o en un sitio cualquiera, les parece solemnidad suficiente como para que el resto de los mortales nos enteremos de su nombre o de sus opiniones.

Nada tengo contra la libertad de expresión, yo que además soy periodista. Ni tampoco contra la libertad de afirmación personal. Pero amo algunos edificios, algunas calles, algunas viejas piedras y algunos paisajes por conservarse tal como son y tal como fueron. Por eso me fastidia sobremanera, cuando voy a su encuentro, encontrarme sobre impresos, a golpe de spray o rotulador, los nombres, los pensamiento o las chorradas de individuos, a menudo anónimos, que maldito lo que me importan.

Hay un ministro francés de la Francia que propuso en fecha reciente subvencionar una exposición sobre grafitis y pintadas callejeras, desde el metro hasta los monumentos históricos, argumentando que también eso es arte y escultura. Y recuerdo haber oído en la radio glosar semejante gilipollez a un representante de cierto ayuntamiento español de la España, jaleando tímidamente la idea prudente pero dispuesto a no parecer, por si acaso, menos moderno y dinámico que el franchute. Claro, sí. Reconozco que la contracultura también es una forma de cultura, farfullaba el fulano. Y ahí quedó la cosa.

Lo peor, se dice uno cuando escucha a semejantes sopladores de vidrio, no es la barbarie de los ignorantes o estúpidos, a quienes siempre es posible educar o inspirar sentido común. Lo malo en este tipo de cosas es la demagogia de whisky de medianoche y el coro de cantamañanas que se apuntan a un bombardeo con tal de salir en la foto, por si las moscas.

La cultura, creo, es un todo común que no se parcela en patrimonio de unos o de otros, y lo que atenta físicamente contra cualquiera de sus manifestaciones no se llama cultura, sino barbarie. No hay justificación alguna para el hecho de que unas piedras, un edificio, un cuadro, un lugar, hayan sobrevivido a los siglos y a los hombre, y de pronto llegue alguien con su spray y nos cuente con letra de dos palmos que a él Felipe González se la machaca, que Volkswagen está en lucha, que José Antonio presente, que si los curas y frailes supieran, que a Blackshit la sociedad le importa un carajo, o que al imbécil de Manolo y su prójima estuvieron allí. Todas ésas son opiniones, pero no son cultura. Y que las pongan en mi conocimiento utilizando la fachada de la catedral de Burgos, un fresco románico, el Parque Güell o el pedestal de Felipe III, es algo que me repatea el hígado. En este tipo de cosas, soy absolutamente conservador. Incluso reaccionario: suelo reaccionar con profundo cabreo.

Lo que me deja atónito es la cantidad de gente que permite que ocurran esas cosas y no reacciona. Los respetables líderes del ejercicio intelectual, por ejemplo, que tan agudamente explican y justifican. Los jueces que consideran el asunto poco importante para sus togas. Los cagamandurrias que salen por la radio, o por donde sea, diciendo que sí, que claro, que hay muchos tipos de cultura. Y los cómplices pasivos: quienes vemos a Manolo manejar el rotulador o el spray, y no se lo quitamos de las manos con buenas razones o con una buena estiba de palos, por miedo a que nos llamen entrometidos, intransigentes o violentos. Éste es el país del miedo a que te llamen algo. Como si fuera lo mismo confundir la velocidad con el tocino.

No se trata de que le pidan a uno el carnet de identidad cuando va a comprar un bote de pintura, ni de que la Benemérita aplique la ley de fugas a los virtuosos de la rotulación callejera y clandestina. Pero sí que me encantaría, por ejemplo, tropezarme un día a Manolo con lejía y estropajo de alambre, dale que te pego a la fachada de el Escorial. Sentenciado a un mes de trabajos forzados en una imaginara -y deseable- brigada de limpieza por haber sido sorprendido, infraganti, en el acto de comunicar al mundo que acababa de honrar el lugar con su presencia.

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