De un tiempo a esta parte (hay que ver como me gusta empezar una entrada con esta expresión: tanto que he perdido la cuenta de la veces que lo he hecho...), el insulto se ha trivializado de tal manera que casi ha perdido su significado, y para hacer realmente daño, hay que decirlo de una forma muy específica. Como es un tema que me resulta curioso, pero aquí el académico Pérez-Reverte ya lo expuso hace tiempo, y mejor de lo que yo pudiera hacerlo, os dejo con este otro artículo que publicó en su columna semanal en El Semanal...
En España ya no se insulta como antes. Aquí, en otro tiempo, el insulto consistía en un desahogo, un acto de violencia verbal donde se vaciaban el estómago y el corazón. Un español tomaba aire y vaciaba en una frase, en una palabra restallante como un latigazo, toda la inquina y la mala leche acumulada en siglos de degüello y odios fratricidas, de impotencia, opresión, ignorancia, envidia, orgullo y barbarie. Cuando en este país alguien insultaba lo hacía de modo solemne, consciente de que se jugaba el tipo ya aquello podía terminar en el juzgado de guardia, en el hospital o en el cementerio. El español que recurría al insulto lo hacía de verdad. Y a ninguno interesaba insultar por frivolidad.
Uno se percataba de eso al oír a los guiris insultarse en su lengua. Un súbdito de su Graciosa Majestad, por ejemplo, discutía con otro y cuando le decía stupid era ya el colmo. Hasta el fuck you de los yanquis sabía a poco. En cuanto a Europa, dos franceses se liaban, es un suponer, porque uno le había echado al otro ceniza de Gitanes en el fuagrás, y se decían el uno al otro cretin, co, cocu y cosas así. Cocu, por ejemplo, sonaba a perfecta mariconada en comparación con aquel sonoro cabronazo español. Y en cuanto a Italia, qué les voy a contar. Un milanés sorprendía a su legítima en el catre con un oficial de carabinieris y todo lo que se le ocurría era decir a ella puttana, que convendrán conmigo ni suena a insulto ni suena a nada, mientras que en castellano podía elegirse, sin problemas, entre un amplio repertorio: pendón, mala zorra, chocholoco. O cacho puta, sin ir más lejos. Prueben ustedes a decir eso en francés y comprenderán de qué les hablo.
Y es que antes, en España, todo aquello tenía paladar, como los buenos riojas. Aquí el insulto era algo sonoro e inapelable; una declaración de principios que te llenaba la boca. Le mentabas la madre a alguien y te quedabas en la gloria, porque en el acto ajustabas cuentas con él y con el Universo. No es casual que las otras lenguas españolas, a la hora del insulto, sigan recurriendo a menudo al castellano como arma ofensiva más eficaz que las correspondientes palabras vernáculas.
Pero en los últimos tiempos también eso se ha devaluado. Basta tender la oreja para comprobar que esa agresión verbal tradicional y castiza ya no es lo que era. A fuerza de uso, las palabras pierden sentido y se convierten en caricaturas de lo que fueron; en ecos inertes de lo que, antaño, hacía que la sangre llegara al río por quítame allá esas pajas o eso no me lo dices en la calle.
Denle si no, para comprobarlo, un repaso a la lista. Uno escucha a diario intercambios verbales que antes habrían terminado, cuando menos, en la comisaría más próxima, y que ahora dejan ala gente tan tranquila. Hasta no hace mucho, cuando alguien decidía llamar imbécil a otro esta dispuesto a encajar las consecuencias inmediatas del asunto. Ahora cualquiera puede llamarte cualquier cosa, cabrón, por ejemplo, con un alto porcentaje de impunidad, y hasta tu mejor amigo puede saludarte con un hola, gilipollín. En este país nos han descafeinado hasta los insultos de toda la vida.
En cuanto al epíteto español por excelencia, qué les voy a contar. Aquí ya no se da nadie por aludido. Un conductor de un automóvil se oirá llamar hijoputa media docena de veces al día, sin por eso bajar del coche y liarse a guantazos en los semáforos -pasividad, por cierto, que resulta loable y civilizada, aunque aburridísima-. Para que el insulto aún surta efecto, ahora no hay más remedio que pronunciarlo despacio y claro, dándole trascendencia en el tono, y a ser posible con la preposición de. Porque ya no es lo mismo decirle a uno hijoputa así, de corrido, como quien no quiere la cosa, que vocalizar bien hijo de puta, o mejor hijo de la gran puta, con una pequeña y precisa explosión labial en la p, que es donde está el nudo de la cuestión.
Como tantas otras cosas, insultar en España se ha vuelto ya un quiero y no puedo. Hasta para insultar hemos perdido la imaginación, la originalidad y la memoria. Quizá por eso me inspiran tanta simpatía el trasnochado lenguaje, los rotundos vocablos que José María Ruiz-Mateos esgrime como armas arrojadizas en sus agresiones varias. Esos infame, canalla, malandrín, bellaco, que con tan precisa soltura maneja, me reconcilian un poco con el persona; Ruiz-Mateos es el único que, en estos tiempos de anestesia, devaluación y vulgaridad, sigue insultando en España como Dios manda.
Tonto el que lo lea...
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